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EXPERIMENTOS PSICOSOCIALES – Nº 4: La cárcel de Stanford (Philip Zimbardo, 1971)

Este experimento trata sobre la adopción de los roles asignados a individuos y grupos y como aquellos cambian la conducta y las expectativas de estos. Fue realizado en 1971 por un equipo de investigadores/as encabezado por Philip Zimbardo de la Universidad de Stanford. Fue subvencionado por La Armada de los Estados Unidos, que buscaba una explicación a los conflictos en su sistema de prisiones y en el del Cuerpo de Marines.

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La cárcel de Stanford (Philip Zimbardo, 1971)

Como en experimentos tratados anteriormente, se buscaron voluntarios para someterse a un experimento por unos 15$ diarios. Se presentaron 70 personas, entre los que se seleccionó a 24 después de comprobar sus antecedentes penales, su estado mental y físico y la ausencia de posibles problemas relacionados con el abuso de drogas. Nueve de ellos serían guardas y nueve reclusos, se eligieron de manera aleatoria los que formarían parte de un grupo y del otro. Otros seis participantes quedaron como posibles reemplazos si el experimento lo necesitaba en algún momento. Todos/as ellos eran estudiantes universitarios de clase media.

Philip Zimbardo

Se recreó una pequeña cárcel en los sótanos de la Universidad de Psicología de Stanford. Se creó una pequeña celda de aislamiento de 60×60 cm y con una altura en la que entrara una persona de pie. No había relojes ni ventanas, todo ello estaba pensado para que, tanto guardas como reclusos se adentraran rápidamente en una atmósfera de cárcel real de una manera funcional.

Debían mantener el orden en la prisión con la única condición de que, en principio, no podían ejercer violencia física. Llevaban gafas de sol para evitar el contacto visual directo con los/as reclusos y porras prestadas por la policía. Hacían turnos de 8 horas.

Iban vestidos solo con una especie de “saco”, sin ropa interior, con una media en la cabeza simulando que estaba rapados, una cadena atada en el tobillo derecho y se sustituyó su nombre real por un número de identificación. Los reclusos podían esperar algún tipo de vejación, violación de su intimidad o de algunos de sus derechos civiles, pues así lo habían firmado en el contrato.

Un domingo por la mañana diferentes patrullas reales de la policía acudieron a los domicilios de los diferentes reclusos y los arrestaron bajo acusación de atraco a mano armada y robo, bajo la atenta mirada de los vecinos. Se les llevó a una comisaría real y se siguió un procedimiento formal (identificación, huellas, etc.) y se les recluyó en una celda provisional con los ojos vendados. Más tarde se les trasladó a la cárcel de Stanford donde se les desnudó y roció con un espray para “espulgarles”.

Se hacían varios recuentos al día con el fin de ejercer un control sobre los reclusos a la vez que se les daba poder a los guardas. Al principio ninguno de los dos papeles estaba fuertemente interiorizado, de hecho se podían apreciar bromas y buen ambiente. Así, el primer día transcurrió sin problemas, pero el segundo día, bajo sorpresa del personal investigador, hubo una rebelión. Los reclusos se quitaron las medias de la cabeza y los números e hicieron barricadas con las camas en las puertas de las celdas, mientras se burlaban de los guardas. Cuando llegaron los guardas de la mañana se enfadaron con los de la noche por no ser capaces de guardar el orden. Llamaron a los otros 3 guardas y entre los 9 consiguieron calmar los ánimos y restablecer el orden. Después de lo sucedido desnudaron a todos los reclusos y les quitaron las camas. En este punto empezaron las humillaciones, ya que se dieron cuenta de que 3 guardas no podían contra 9 reclusos, así que pasaron de los posibles castigos físicos a los psicológicos. Habilitaron, además, una “celda de privilegio”. En esta celda se metió a los 3 menos alborotadores y se les dio buena comida, camas y se les permitió el aseo. Esto rompió la solidaridad entre los presos.

En este momento ya se había llegado a una situación real y se habían asumido los roles.

Un preso empezó a sufrir trastornos a las 36 horas del experimento, pero el equipo investigador quería comprobar si eran ciertos y no se le dejó marchar. Este preso escandalizó al resto diciendo que era imposible salir de ahí y esto aumento el desconcierto y agudizó el sentido de realidad. Incluso el propio Zimbardo, que ejercía como superintendente de la cárcel, interiorizó tanto su papel que perdió por momentos la referencia como investigador y se lo llevó completamente al plano de lo personal.

Uno de los presos sufrió un ataque de pánico y se negó a comer, así que fue traslado a una habitación contigua, mientras escuchaba como el resto de sus compañeros cantaban en su contra obligados por los guardas. Cuando Zimbardo, al ver la situación límite de este preso le instó a salir, éste se negó, quería demostrar a sus compañeros que no era un mal recluso. Entonces mantuvieron esta conversación:

– “Escucha, tú no eres el recluso #819. Tú eres [su nombre] y yo me llamo Dr. Zimbardo. Soy psicólogo y no superintendente de prisiones, y esto no es una cárcel real. Esto es sólo un experimento y aquellos chicos, como tú, son estudiantes y no reclusos. Vámonos.”

Dejó de llorar de golpe, le miró como un niño pequeño que acaba de despertar de una pesadilla y contestó:

– “De acuerdo, vámonos.”

Algunos reclusos desarrollaron crisis nerviosas agudas como válvula de escape, incluso uno sufrió una erupción psicosomática por todo el cuerpo al enterarse de que le era negada su libertad.

Al final del estudio, tanto el grupo como los individuos estaban desintegrados. La situación llegó a tal punto que tuvieron que abandonar el experimento a los 6 días (8 días antes de lo previsto) por tres razones básicamente;

  1. Las presiones de los familiares de los presos.
  2. Por las noches los guardas intensificaron las vejaciones pensando que estaban menos vigilados.
  3. Una doctorada de Stanford, Christina Maslach, entró para entrevistar a guardas y reclusos y escandalizada por lo que vio pidió la inmediata cancelación del experimento. Fue la única de las 50 personas que visitaron la cárcel durante todo el proceso que cuestionó la moralidad del experimento.

Así, el 20 de agosto de 1971 se suspendió el experimento. Se pudo comprobar cómo los reclusos estaban deshumanizados, convertidos en objetos y con un enorme sentimiento de desesperación. Los guardas, por su lado, habían pasado en menos de una semana de ser personas corrientes a personas horribles (en mayor o menor medida).

Podemos extraer, entonces, la importancia de la asignación de roles y etiquetas a los individuos, cómo estos pueden dejar de ser lo que son porque exteriormente se les imponga o presuponga una actitud y un comportamiento y no otros. Lo podemos extrapolar a otros campos como la educación o la socialización, en las que desde muy pequeños/as se nos imponen unos determinados roles en detrimento de otros y cómo esto es fundamental en el desarrollo de las personas y los grupos.

Por otro lado, parece que viene a reforzar la idea del experimento de Milgram, en el que una ideología legitimadora y el apoyo institucional parecen actuar como un resorte para la obediencia grupal e individual y cómo la situación y el contexto son determinantes en los comportamientos y no tanto la propia personalidad de los individuos.

Por último, se podría extraer una confirmación, al menos parcial, de la teoría de la disonancia cognitiva. Según ésta, las personas sufren una tensión importante cuando mantienen dos pensamientos que están en conflicto y que sitúan en una desarmonía interna a su conjunto de creencias, ideas o emociones. Las personas al tener, al menos en principio, una tendencia a la coherencia deben reducir esa disonancia cognitiva y en ocasiones se consigue tergiversando la realidad o los hechos a los que nos enfrentamos, para así evitar tener que reconocer nuestros errores o trastocar todo nuestro sistema de creencias, ideas o emociones antes mencionado (cogniciones).

Fuentes:
Imágenes:
Video:

Javier Rodríguez

Social & Marketing Researcher

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